En el fuerte, hay pasillos subterráneos que tienen aperturas a un lado. Claramente eran puestos para tiradores, ofrecen una vista muy amplia para quien estuviera dentro y un blanco muy pequeño para los que quisieran dispararle desde la playa o la bahía. Extrañamente, porque mi imaginación no es muy amplia, se me hace fácil visualizarme corriendo de un extremo al otro llevando armas cargadas, pólvora, agua y órdenes a los tiradores, regresando al centro del fuerte para reportar la situación que reina allá abajo.
—No hay bajas, mi capitán. Los cañones del barco aún no nos alcanzan. Los tiradores reportan 14 piratas muertos, yo ví seis.
—Doy una botella de ron al que mate diez, diles.
Sigo recorriendo el pasillo, y veo una caja de papel carta, impreso ya por ambos lados. Son los estados de cuenta telefónicos de hace 10 años, pertenecientes al Cuerpo de Policía que hoy ocupa el fuerte. Hmmmm, mi visión imaginaria de una batalla fragorosa empieza a perderse. Creo que estoy en el departamento de Archivo Muerto.
Avanzo hasta el extremo del pasillo, donde las troneras están clausuradas y la obscuridad y el silencio son abrumadores. Apago mi linterna y solo escucho el eterno zumbido dentro de mi cabeza y veo manchas de colores frente a mis ojos.
Prendo la lámpara otra vez y veo en el suelo, entre kilos y kilos de guano, los restos de un picnic romántico, incluyendo dos envolturas de preservativos.
Se apaga mi imaginación. Maldita sea, vámonos de aquí.