Saliendo de la isla.

Aunque en redes sociales me la paso quejándome de todo, en la realidad me doy cuenta de lo muy privilegiados que somos. Siempre tuve mis necesidades cubiertas, jamás me ha faltado nada. En estos últimos 10 años he tenido muchas oportunidades de gozar vistas como estas:


He tenido pláticas con personas y he visto sitios que me hacen darme cuenta de lo muy cómoda y tranquila que ha sido mi vida, y siento mucha gratitud y mucho gusto por ello. Aunque me la pase troleando con las quejas.

En la isla, el mismo domingo.

En el fuerte, hay pasillos subterráneos que tienen aperturas a un lado. Claramente eran puestos para tiradores, ofrecen una vista muy amplia para quien estuviera dentro y un blanco muy pequeño para los que quisieran dispararle desde la playa o la bahía. Extrañamente, porque mi imaginación no es muy amplia, se me hace fácil visualizarme corriendo de un extremo al otro llevando armas cargadas, pólvora, agua y órdenes a los tiradores, regresando al centro del fuerte para reportar la situación que reina allá abajo.

—No hay bajas, mi capitán. Los cañones del barco aún no nos alcanzan. Los tiradores reportan 14 piratas muertos, yo ví seis.
—Doy una botella de ron al que mate diez, diles.
Sigo recorriendo el pasillo, y veo una caja de papel carta, impreso ya por ambos lados. Son los estados de cuenta telefónicos de hace 10 años, pertenecientes al Cuerpo de Policía que hoy ocupa el fuerte. Hmmmm, mi visión imaginaria de una batalla fragorosa empieza a perderse. Creo que estoy en el departamento de Archivo Muerto.

Avanzo hasta el extremo del pasillo, donde las troneras están clausuradas y la obscuridad y el silencio son abrumadores. Apago mi linterna y solo escucho el eterno zumbido dentro de mi cabeza y veo manchas de colores frente a mis ojos.
Prendo la lámpara otra vez y veo en el suelo, entre kilos y kilos de guano, los restos de un picnic romántico, incluyendo dos envolturas de preservativos.
Se apaga mi imaginación. Maldita sea, vámonos de aquí.

En la isla, un domingo

Está también el día en que fui al centro. Tomé fotos desde un fuerte del siglo XVII. Luego caminé a una iglesia, no tan antigua y que estaba cerrada a pesar de ser domingo.
 

 
 
Cuando me iba, vi a dos hombres y uno de ellos, que andaba en muletas, me preguntó si era americano.  "No". "Egyptian?" "No". Les di veinte oportunidades para adivinar. Mencionaron Colombia, Nicaragua, España, Canadá, Siria, Líbano, y otros países. Les dije:
 
—Soy mexicano, es la frontera sur de Estados Unidos.
—Ahhhh, ¿quién es el mejor jugador de futbol?
—No sé, yo era jugador de futbol americano.
—HAHAHAHA ¿Tú agarrabas el balón con las manos?
—Sí.
—HAHAHAHA ¿Pero le llamas futbol?
—TAMBIÉN pateamos el balón. —Le respondo con rostro serio.
—OK OK, mon! — ríen ambos.
 
Les pido que me dirijan a un sitio para ir por una cerveza, un sitio al que ellos irían normalmente. Me dan las instrucciones, que no entiendo. Les invito una a cada quien si me llevan. Caminamos hacia el muelle. Mientras lo hacemos, el de las muletas me cuenta que es de Guinea Bisau, que vendía platanos fritos y tenía su novia con la que iba a casarse. Durante un golpe de estado llegó cerca de unos soldados, quienes le ordenaron que se fuera con ellos. Por su amor a la novia, él se negó a unírseles. Le cortaron la pierna derecha, para marcarlo como soplón del gobierno, pero le perdonaron la vida esa vez. Su novia lo rechazó, porque sin pierna ya no sería un buen soporte o jefe de familia. Se subió a un barco porque a los soplones se les mataba sin piedad. Así había llegado a aquella isla, en 1998.
 
Mientras bajamos, otro hombre va cuesta arriba, maldiciendo entre dientes. Cuando nos ve, nos grita enfurecido: FUCK YOU, FUCK YOU! Ambos le responden, tranquilos. "Ve a casa, André, y piensa en lo que haces". "Este amigo no te ha hecho nada y ahí estás, portándote como un maldito tonto frente a él". Me explican después: "André, he's mental, mon". "Sí, perdió su familia y luego su trabajo en el barco. Jamás se recuperó". Llegamos al super y el más viejo entró conmigo. Cuando yo agarraba las cervezas, me dijo:
 
—Mejor danos el dinero, nosotros compramos algo mejor que la cerveza.
—Les invité una cerveza.
—Pero allá nos alcanza para hacer 5 bebidas a cada uno.
—Ok, llévenme.
—HAHAHAHAHA, nooooo, creéme, ¡tú no bebes eso! NO puedes ir allá.
 
Les doy el dinero que me hubieran costado dos cervezas y me despido. Regreso por donde habíamos venido. Tomo más fotos. Una hora más tarde, veo a Joao, el de las muletas, que acá eligió llamarse John y ya no usa su apellido, Ambalo. Sale de una calle angosta y me grita llorando de rabia: FUCK YOU, YOU MOTHERFUCKER, BASTARD, MO-THER-FUC-KER! FILHO DE PUTAAAAAAA! El viejo lo sigue y lo regaña, desde lejos: "¡Es el que nos dio el dinero! ¡John! ¿Odias también al que nos dio el dinero?" Joao pasa sin hacerme caso pero maldiciéndome a mí, también al viejo, a la humanidad entera.

En la isla

Tengo varias cosas que escribir y no sé por dónde comenzar:
 
La descripción del pájaro que solo tiene una pata y que está acostumbrado a, por las mañanas, posarse en la mesa del restaurante, para que le den de comer. Los comensales incautos compartimos el desayuno dándole un poquitín de fruta, o una menuza de pan. Luego llega la mesera y le habla con severidad. "Dora, ya sabes que en la mesa NO". El pájaro se retira al marco de la ventana y ahí espera a que la mesera se vaya. Luego regresa junto a los platos y si no le hemos dado nada, nos apremia con un par de picotazos en la mesa. Me siento forzado a darle. Después me pregunto qué tanto estoy ya obligado a alimentar al pájaro, si hemos sido las personas quienes lo acostumbramos a venir, por medio de darle de comer. ¿Qué tanto es mi responsabilidad?
 
Pasaron los días. La primera vez que decidí no darle nada, el pájaro voló a la lámpara y desde ahí cagó largamente, ensuciando el piso. La segunda vez, lo hizo sobre el respaldo de una silla.